Los alfareros de Totana que se resisten a abandonar el torno
El oficio del barro comenzó en esta ciudad murciana en la Edad del Bronce con la cultura argárica

“Oficio noble y bizarro, de entre todos el primero. En el oficio del barro, Dios fue el primer alfarero; y el hombre, su primer cacharro”. Así reza la placa conmemorativa que acompaña a una escultura que el Ayuntamiento de Totana (Murcia) dedicó en 1997 a una de sus más antiguas y arraigadas tradiciones. Además, dos de las entradas por carretera al municipio advierten al viajero despistado de que está entrando en una “ciudad alfarera”.
La tradición del barro llegó a ocupar aproximadamente a uno de cada cincuenta totaneros cuando las tinajas, cántaros y demás recipientes cerámicos eran vitales por la inexistencia de agua corriente en el pueblo. Según un estudio del historiador José Antonio Sánchez Pravia, en 1979 funcionaban 18 alfares en el pueblo. Hoy quedan ocho, cuya artesanía está más orientada a piezas decorativas. Aunque continúa la tradición, está experimentando un lento pero inexorable declive. No obstante, alfarería y Totana son palabras indisociables, y probablemente lo seguirán siendo después de que el último alfar cierre sus puertas. Un simple paseo por el pueblo lo confirma con señales en azulejo que señalan la dirección hacia unas alfarerías ya casi extintas en el núcleo del municipio; cántaros y tinajas que decoran ambos lados del cauce de la rambla que divide Totana; los nombres de muchas de sus calles —Ollerías, Cerámica, Tinajerías, Barro…— e incluso un festival de música inaugurado en 2024 y que repetirá este año: el Alfarera Fest.

Aunque las primeras familias que comenzaron a realizar actividades alfareras tal y como se conocen hoy aparecieron hace unos tres siglos, se podría decir que la tradición del barro en la localidad murciana es milenaria. A seis kilómetros del centro de Totana se encuentra el yacimiento arqueológico de La Bastida, un asentamiento de la civilización argárica (que ocupó grandes territorios del sudeste peninsular en la Edad del Bronce) cuyos restos más antiguos, humanos y cerámicos, datan del año 2200 antes de nuestra era. De ellos se han recuperado numerosas piezas de cerámica, especialmente vasijas funerarias que, para su conservación y estudio en laboratorio, han sido sustituidas en el yacimiento por réplicas que han elaborado dos de los alfares entrevistados en este reportaje: Hernández Alfareros y Bellón Alfareros.

El taller de estos últimos, que dirige José María Bellón (Totana, 50 años), es de los pocos que sobreviven en el cogollo central del pueblo. Está en el paseo de las Ollerías —según el Diccionario de la RAE, una ollería es una fábrica donde se hacen ollas y otras vasijas de barro—, una calle paralela a la Rambla de la Santa que recorre el pueblo. En los años ochenta, a lo largo de la vía se congregaban cuatro talleres, enfrente de otros ocho situados al otro lado de la rambla. Hoy solo quedan ellos. Esta desaparición de la mayoría de los talleres del núcleo de Totana, aclara Bellón, no significó una caída en la actividad alfarera, sino simplemente una “peregrinación” de los talleres a las afueras, para situarse en las carreteras de entrada y salida y captar así mayor clientela que, sin entrar al pueblo, cruzaba estas vías.


“¡Me has pillado con las manos en la masa!”, exclama Bartolomé Bellón (Totana, 77 años), padre de José María, que está terminando de moldear unos apliques de pared. En el taller se dedican exclusivamente a elaborar piezas de iluminación, como lámparas o apliques, y reproducciones arqueológicas —todas las réplicas exteriores de La Bastida son suyas—, siempre previo encargo. “Nosotros llegamos a ser 18 trabajando en el taller. Desde la crisis se jodió la cosa. Nos quedamos con un estocaje de 50.000 euros sin vender, y el golpe fue tan grande que desde entonces trabajamos bajo pedido. Aun así, no me gusta ser negativo. Nosotros seguimos viviendo de esto, y de los malos tiempos aprendimos”, explica José María.

Con más producción trabaja Francisco Javier Tudela (Totana, 54 años), premio Nacional de Artesanía en el año 2015, actual concejal de Artesanía del Ayuntamiento de Totana y dueño del Alfar Tudela. Pertenece a una de las familias alfareras más antiguas de la ciudad, con antepasados dedicados al oficio desde 1786 y, pese a su actual cargo político, sigue yendo a diario a trabajar al alfar. “Sobrevivimos como podemos, pero aquí ya se gana poco… Ahora mismo estamos trabajando solo dos personas en la fábrica”, dice Tudela.

El barro ha sido su pasión desde pequeño, inculcado por su padre Francisco, y ya se recuerda en el torno con apenas tres años. Tiene dos enormes hornos industriales, uno de los cuales, que adquirió por unos 60.000 euros en el año 1992, usa prácticamente de almacén: “No podemos producir más si no lo vendemos, se nos va a acabar el espacio. En las últimas tres semanas no hemos vendido prácticamente nada; aunque es muy variable. Hay semanas mejores”, lamenta Tudela.

La carga de trabajo es menor que hace años, pero también tiene menos ayuda y los años, dice, no perdonan: “No puedo pagar a un ayudante, además de que hay cada vez menos gente formada en alfarería. Si me pongo a formarlos, no tendrían la práctica suficiente hasta pasados dos años, y a mi edad no estoy para aventuras”, dice Tudela. Desde el Ayuntamiento se promueven ciertas iniciativas, como la rehabilitación iniciada el pasado febrero del horno moruno de cocción de cerámica de principios del siglo XIX que hay en el paseo de las Ollerías.
En la otra punta del pueblo, en la carretera que conecta Totana con Alhama de Murcia, llama la atención una fachada en la que se lee “Alfarería Romero y Hernández”, cuyo rótulo está compuesto de 350 platos cerámicos. Tal nombre sobrevive como una foto de familia en la que aparece tu expareja, desactualizado, ya que como cuenta su actual dueño, Pedro José Hernández (Totana, 45 años), separaron apellidos en 2015 y ahora es Hernández Alfareros. El alfar ha sido el espacio de recreo de la protagonista de la película Sorda, estrenada a principios de abril y en la que Hernández ha desvelado su faceta actoral figurando en un par de escenas.

El resto de la fachada y patio del taller no están cuidados. No por desidia, más bien porque Hernández ha entendido que el negocio ha cambiado. Su empresa, que hace décadas podía sobrevivir solo con un puñado de clientes que pasaran por allí y decidiesen llevarse alguna pieza a casa, hoy es una de las alfarerías que mejor funciona por haber sabido ver que aquellos tiempos terminaron: “Nuestro principal negocio ahora son los talleres escolares que damos a niños de toda la región, y la marca de diseño que se sacó mi pareja de la manga en 2020″, cuenta Hernández.

Ella es Inmaculada Pérez (Totana, 36 años), que se encarga en el taller de casi todo lo relacionado con su marca, Inma Peroli. “Pedro hace unas piezas espectaculares, pero había que darle una vuelta. Es de las pocas personas con las que esto podría funcionar”. Él ha hecho toda la vida alfarería tradicional, pero, afirma Pérez, no tiene la mente cerrada para arriesgarse con algo más cuidado y con un diseño más innovador. “No podemos ignorar que estamos en 2025. Cambiar la perspectiva no es una forma de olvidar la tradición, sino una vía para ayudarla a sobrevivir”.
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